Juan de Dios Ramírez-Heredia Montoya – Abogado y periodista Unión Romaní, 17 de noviembre de 2021
Como casi siempre me debato al empezar a escribir mis comentarios, que por lo general me salen más largos de lo aconsejable, entre profundizar sobre el conocimiento científico que pueda tener de los temas que trato, o bien dejarme llevar por mis vivencias personales de esos mismos temas, suponiendo que las tenga. Y eso es lo que me sucede en este instante. Hoy se celebra el aniversario del reconocimiento por parte de la UNESCO del “Flamenco como patrimonio inmaterial de la humanidad” y es obligado que plasme en un par de folios lo que ese hecho me inspira. Pues bien, vamos a ello.
Intencionadamente he titulado este comentario atribuyéndole a Barcelona el papel indiscutible que le corresponde como plataforma de lanzamiento y divulgación de este arte tan singular. Y lo hago desde el conocimiento directo que he tenido a lo largo de mi vida de la realidad flamenca de Barcelona.
Un día, allá por el año 1971 —aún faltaban cinco años para que Franco muriera— yo tenía veintitantos años, cuando Juan Manuel Soriano, jefe de programas de Radio Nacional de España, me invitó a que creara y presentara un programa de radio sobre cualquier tema que yo conociera. Le manifesté mi incapacidad, por desconocimiento, para llevar a cabo tan sugestivo ofrecimiento. No obstante, le dije que del único tema del que me veía con ánimo de opinar era de “Flamenco”. Y lo podía hacer poque desde mi infancia había vivido en ese ambiente. Se sorprendió cuando le dije que era sobrino carnal de “La Paquera de Jerez” y primo directo de Antonio Núñez “El Chocolate” y de “Pansequito del Puerto”. Luego, con el tiempo, nacerían mi sobrino “Juanillorro” (q.e.p.d) cuya personalidad cantaora me evoca la figura de Manuel Torre y mi sobrina Salud Heredia cuyo baile es como un manojo de mimbres canasteros capaces de dibujar en el aire la mejor canasta gitana que pudiera entretejer nuestra abuela María.
Y así nació mi “Crónica Flamenca”
Fue un espacio radiofónico de media hora diaria que se mantuvo en antena durante diez años continuados. Algún día me animaré a escribir la historia de ese programa de radio que era un testimonio vivo y poderosísimo de la fuerza del Flamenco en Barcelona. Decenas de miles de oyentes sintonizaban cada día un programa de Flamenco puro, riguroso en el tratamiento y con la seriedad con que deben analizarse las manifestaciones culturales de un pueblo. En mi “Crónica Flamenca”, portavoz de la afición flamenca repartida por toda Cataluña, no estaban permitidas expresiones tan populares, como bien intencionadas, como decir “¡Viva la mare que te parió!”. Yo era consciente de que tenía que transmitir a la audiencia, no solo a los gitanos y a los andaluces, sino a los miles de aficionados de los más diversos puntos de España que me seguían, la imagen de una manifestación cultural, patrimonio de todo un pueblo, que había logrado transmitir a través del cante, del baile y de la guitarra la riqueza indestructible de su cultura milenaria.
No tardó mucho tiempo en que ese reconocimiento se hiciera patente. Se crearon muchas “Peñas Flamencas” en casi todas las ciudades importantes de la provincia. Todas pletóricas de actividad. “Crónica Flamenca”, con una unidad móvil transmitía en directo los festivales que semanalmente se celebraban en ellas. Y junto a las peñas, o mejor, antes que ellas, estaban los tablaos flamencos. Dos de ellos, Los Tarantos de la Plaza Real y El Cordobés en Las Ramblas han estado muy directamente vinculados a mi actividad profesional. De ellos me ocuparé más ampliamente otro día. Pero debo señalar dos de los espacios más sobresalientes que desde Barcelona se proyectaron en el resto de España: El primero fue la concesión del Premio Nacional otorgado por la Cátedra de Flamencología que dirigía Juan de la Plata desde Jerez. El otro fue el reconocimiento que desde La Unión (Murcia) se hizo de forma continuada de la labor didáctica y divulgadora que se difundía desde Barcelona de los llamados “cantes libres” tal como los bautizara don Antonio Chacón: Malagueñas, granaínas, tarantas, cartageneras y sobre todo mineras. Desde lo más profundo de alguna mina, Radio Nacional de España en Barcelona llevó al mundo el cante del minero que se lamenta diciendo: “Monte arriba, sierra abajo, / con mi carburico en la mano / camino del trabajico / cuando pienso en lo que gano / me vuelvo desde el tajico”.
La Olimpiada del Flamenco
Pero el gran boom lo dio Barcelona cuando en el año 1974 los responsables de la radio me encomendaron la organización de un gigantesco festival flamenco con el fin de recaudar fondos para un programa benéfico. Durante más de 12 horas —el espectáculo empezó a las cinco de la tarde y acabó a las cinco de la mañana del día siguiente— casi todos los artistas flamencos de España, gitanos y no gitanos sin excepción, se ofrecieron para actuar en el Palacio de los Deportes barcelonés que pudo albergar más de 10.000 espectadores. Algunos diarios publicados al día siguiente dijeron que se quedaron en la calle por no tener entrada, casi 5.000 personas. En los alrededores del Palacio pudieron verse autocares que habían traído aficionados desde Francia y sobre todo de Alemania. Pero hay más.
La historia del Flamenco debería ser muy fácil de describir si no fuera por la controversia que su sola existencia ha provocado entre algunos historiadores, y en otros personajes no menos racistas, que nos han negado a los gitanos el pan y la sal en la creación de este arte que es patrimonio de la humanidad. La música flamenca, tal como la conocemos, es muy joven. Apenas si tiene 200 años de historia. Este término, aplicado a lo que hoy conocemos como “Flamenco” apareció en Andalucía a finales del siglo XVIII y principios de XIX. Los datos documentados con que contamos dicen que fue en 1770 cuando los gitanos dieron a conocer unos cantes y bailes que fueron lo antecedentes de lo que hoy conocemos como flamenco. Y llegados a este punto quiero recomendar a mis lectores que si quieren ilustrarse con seguridad sobre el tema que nos ocupa deben leer “Mundo y formas del cante flamenco” del que son autores Ricardo Molina y Antonio Mairena. Nunca he dudado en calificar este trabajo como “la biblia” del flamenco. Es un libro difícil de encontrar en librerías, aunque ha sido reeditado por diferentes editoriales. La primera edición apareció en 1963 publicado por la “Revista de Occidente”
Flamenquistas y antiflamenquistas
Utilizo esta dicotomía por no decir “gitanistas” y “antigitanistas”. Los primeros son los que dicen que “el flamenco es de los gitanos. Los gitanos lo crearon y solo a ellos se debe su existencia”. Los segundos sostienen todo lo contrario, es decir: “el flamenco es de los gachés, y el único propietario de este arte es el pueblo andaluz. Los gitanos son sus intérpretes excepcionales —menos mal— pero no han contribuido en absoluto a su creación”.
No entraré en mayores discusiones. Yo creo que ninguna de las dos afirmaciones es cierta en su totalidad. El Flamenco en su conjunto no hubiera sido posible sin la conjunción de diferentes culturas presentes en Andalucía desde el siglo XV. Todo ello sin desconocer que determinados “palos” del flamenco sumergen sus raíces en la más vieja tradición gitana. Siguiriya, soleá, tona y tangos constituyen la más genuina aportación genuinamente gitana al Flamenco tal como hoy lo conocemos.
Pero no debo poner punto y seguido a este apretado comentario sin señalar a la generación del 98 donde aparecen la mayor cantidad de intelectuales que se declararon abiertamente enemigos del Flamenco y de las corridas de toros. Es de justicia sacar del grupo a los hermanos Manuel y Antonio Machado, ambos sevillanos e hijos de Antonio Machado Álvarez “Demófilo” sobradamente conocido entre los folcloristas.
Pero el peor de todo ellos fue Eugenio Noel, escritor madrileño. Un tipo controvertido que fue religioso y del que se ha escrito que en 1913 inició su campaña antiflamenca recorriendo toda España, viajes de los que dejó escritas varias crónicas, en las que se fijó en especial en las injusticias sociales, lo que no le impidió mantener a lo largo de toda su vida una pertinaz campaña contra el flamenquismo.
Dicen las crónicas que “Murió en la miseria en una cama alquilada de un hospital barcelonés, el 23 de abril de 1936 y que, al enviarse su cadáver a Madrid, se extravió en una vía muerta de Zaragoza, lo encontraron y fue enterrado en el cementerio civil de Madrid”.
Murió en Barcelona, —cosas de la vida— ciudad que tanto contribuyó a que la UNESCO declarara el Flamenco Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.